El abrazo

Nadie vio el instante.
Dos cuerpos se encontraron en mitad del mundo como si el tiempo, por pudor, apartara la mirada.
Ella temblaba; él llegaba roto.
No dijeron nada.

Y, sin embargo, el abrazo habló primero.

No fue un gesto: fue un pacto silencioso entre dos fragilidades que se reconocen.
Durante unos segundos, dejaron de existir las máscaras, las dudas, la distancia.
El abrazo les devolvió lo que la vida les había ido quitando: la certeza de que aún eran humanos.

Había algo extraño en esa unión:
no consolaba, revelaba.
Mostraba, con una claridad casi feroz, que todos cargamos derrotas, miedos, sueños erosionados…
y que, aun así, un simple gesto puede suspender la caída.

Cuando se separaron, no eran los mismos.
Cada uno se llevó un fragmento del otro, como si el abrazo hubiera intercambiado sus sombras para hacerlas más ligeras.

Comprendieron entonces la verdad que nadie dice:
que un abrazo no sostiene el cuerpo, sino la memoria;
y que, a veces, basta con ese breve roce de mundos para evitar que el alma se rompa del todo.