El destello fugaz

Una mañana, mientras cerraba la ventana, un rayo de sol se coló entre los dedos de Clara. No era distinto de otros, pero en ese instante todo pareció detenerse: el polvo flotaba como un ejército de luciérnagas, el reloj olvidó su paso, y su pecho —tan acostumbrado al peso— se volvió liviano.

Duró apenas un segundo. Luego el ruido volvió, el café se enfrió, y la vida siguió igual. Pero algo había cambiado: Clara ya sabía que la alegría no se busca ni se guarda, solo se reconoce cuando decide visitarnos.