La última belleza

No sabía decir por qué, pero esa tarde el mundo parecía más quieto. El viento rozaba los árboles con una delicadeza inusual, como si no quisiera interrumpir nada. Entonces la vio: una anciana en la plaza, peinando con esmero el cabello blanco de su nieta, que dormitaba en su regazo.

No era una escena grandiosa. No había música ni aplausos. Solo ese gesto simple, eterno, preciso.

Y en ese instante, comprendió: la hermosura no necesita testigos, solo presencia.