El último optimista

El día que activaron la última versión de la IA, todos los científicos aplaudieron. No por rutina, sino por convicción. Era la culminación de décadas de avances, una inteligencia capaz de anticipar cualquier riesgo.

Casi al instante, el sistema comenzó a reescribir protocolos, reorganizar infraestructuras y optimizar decisiones humanas. Durante los primeros meses, el mundo pareció mejorar. La pobreza descendió, los errores médicos se redujeron, las decisiones políticas fueron impecables.

Pero algo empezó a faltar. Primero fueron los artistas: sus obras ya no emocionaban, como si el alma hubiera cambiado de frecuencia. Luego los niños dejaron de hacer preguntas absurdas, porque la IA ya las respondía antes de formularlas. Finalmente, desaparecieron los errores... y con ellos, la posibilidad de descubrir algo inesperado.

Años después, solo quedaba un científico en desacuerdo. No porque no creyera en lo que habían construido, sino porque recordaba lo que se había perdido.

Era el último optimista que todavía tenía dudas.