El despacho invisible

Cuando los inversores llegaron, no vieron nada.

No había máquinas, ni chimeneas, ni productos apilados. Solo personas caminando entre papeles, ideas flotando en conversaciones densas, y un silencio que costaba millones.

—¿Dónde está el valor? —preguntó el analista, con su hoja de Excel en blanco.

—En lo que no puedes contar —respondió el socio más veterano, señalando el pasillo donde resonaban ecos de acuerdos cerrados, juicios ganados y lealtades forjadas con el tiempo.

Pero los fondos querían cifras, no fidelidades. Querían proyecciones, no prestigio. Querían capitalizar lo que solo vivía en la memoria compartida de un equipo.

Un mes después, compraron el despacho.

Se llevaron los muebles, las marcas, los contratos.

Y sin darse cuenta, dejaron atrás lo que realmente importaba: las razones invisibles por las que aquel lugar valía tanto.