El guardián del óxido
En una sala sin ventanas, rodeado de relojes sin agujas, vivía el último cronista del desgaste. Su oficio no era contar horas, sino registrar el desmoronamiento de las cosas: la herrumbre en las bisagras, la flacidez de las frutas olvidadas, la descomposición de una promesa en una carta arrugada.
Cada día anotaba cómo la madera crujía un poco más, cómo el color del cielo se apagaba en la tela de un viejo estandarte. No había amaneceres, solo ciclos de transformación.
Una noche, al observar su propia sombra deshilacharse en la pared, comprendió la verdad: el tiempo no pasaba. Era él quien se disolvía, como todo lo demás.
Y entonces escribió su última línea:
El tiempo es solo el nombre que le damos a nuestra lenta desaparición.