¡Adiós!


Me levanto de la cama. Estoy confuso, extraño, pero no le doy importancia.

Es festivo. Me apetece dar un paseo. Bajo a la calle. Hay poca gente y el tráfico es escaso. Al pasar por delante de un edificio muy alto se me ocurre subir al ascensor.

Al pulsar el botón del primer piso, observo que la última planta es privada. Llego al primer nivel. Se abre la puerta y, ¡oh, sorpresa!, ante mi aparece un inmenso bosque con árboles, plantas, pájaros y hasta oigo el batir de las hojas movidas por el viento.

Desconcertado y perplejo por tan asombrosa e inexplicable experiencia, subo a la segunda planta. Tras la puerta aparece un lago de agua cristalina con orillas llenas de vegetación. Todo parece real, auténtico.

Asciendo a la tercera planta. Frente a mí, una cordillera con altas cumbres nevadas y nubes que presagian tormenta. No salgo de mi asombro por tanta belleza desubicada.

Prosigo con mi paseo vertical. Llego a la cuarta planta. Estoy bajo el mar. Frente a mí, peces, algas, rocas, corales y rayos de luz solar que iluminan la escena.

Desconcertado y entusiasmado a la vez, prosigo con mi viaje ascendente. Piso a piso esos maravillosos escenarios naturales se suceden: ríos, desiertos, playas, islas, volcanes.

Tanta belleza y tantas sorpresas me inducen a pulsar el último botón, el privado. Se abre la puerta del ascensor. Ante mí el firmamento, con miles de estrellas, galaxias y nebulosas. Una escena colosal, sobrecogedora, inmensa, sublime.

Oigo una voz que me invita a entrar. Me da la bienvenida a ese paraíso.

En ese instante comprendo el porqué de este viaje en ascensor.