Crepúsculo
Soy
un fotón. Una partícula elemental, con propiedades corpusculares y
ondulatorias. No tengo masa; sí una minúscula cantidad de energía
electromagnética. He sido generado por una llamarada solar.
Me
desplazo por el espacio a casi trescientos mil kilómetros por segundo. Nada
puede superarme.
Delante,
detrás y a mi lado me acompañan millones de fotones del mismo origen y distinto
final. Somos la luz blanca de una estrella.
En
poco más de 8 minutos, en tiempo no relativista, llego a la superficie de la
atmósfera terrestre. Empiezo a colisionar con los electrones externos de
infinidad de átomos de oxígeno y nitrógeno. Son los gases más abundantes del
aire. En cada impacto, se disipa una fracción de mi energía al irse dispersando
las distintas frecuencias que conforman mi espectro. Primero, pierdo las más
energéticas, las violetas, luego las azules y las verdes. Les siguen otras de
menor frecuencia, las amarillas y las naranjas.
Es
la hora dorada de un día de invierno. Comienza la puesta de sol. Llego, como
fotón rojizo, al ojo de alguien que está viendo la escena. Transfiero mi
energía a los compuestos fotosensibles de uno de los tres tipos de conos de su retina.
Dejo de existir como fotón.
En
la región sináptica del cono que me ha aniquilado, me sucede una molécula
química a la que se suman las generadas por los otros 6 millones de células
sensibles al color y las más de 100 millones adaptadas a la visión escotópica. Juntas
generamos un enorme caudal de impulsos nerviosos que llegan, a la corteza
visual, a más de 400 kilómetros por hora, a través del nervio óptico.
Ese
torrente incesante de impulsos interactúa con cientos de miles de neuronas que facultan
al observador ver, interpretar, reconocer y ser consciente de esa majestuosa
puesta de sol.
Es
tal la magnitud de ese estímulo visual que magnifica el efecto de los
neurotransmisores entre neuronas de distintas regiones cerebrales. Brotan la
euforia y la alegría.
Llega
el crepúsculo astronómico. Cesa la interacción entre fotones solares y
neuronas. Acaba el amor por esa puesta de sol.
Toma
el relevo la Luna. Otro observador tiene acromatopsia. No puede distinguir los
colores, pero también afloran en él esas emociones. Ve mejor en la oscuridad.