El eco de lo robado
Entró en la casa en silencio, como si no quisiera despertarla. No buscaba joyas ni dinero; iba a por algo más pequeño y más difícil de recuperar.
En el salón vio los libros abiertos, las tazas sin recoger, una bufanda olvidada en el sofá. El aire tenía aún la forma de su respiración. Avanzó sin encender la luz. Sabía exactamente dónde estaba lo que buscaba.
Lo encontró junto a la cama: un cuaderno gastado, lleno de frases que habían nacido de noches largas y de un corazón torpe. Lo sostuvo entre las manos, sintiendo un temblor que no venía del frío.
Robar objetos era fácil; robar recuerdos era otra cosa. Pero él ya no tenía los suyos. Y ese cuaderno —aquel cuaderno— conservaba los únicos que compartieron.
Cuando salió, notó que la casa quedaba igual que antes, pero más vacía. Lo que había robado no pesaba, pero dolía.
Al cerrar la puerta, comprendió que algunos robos nunca son a la otra persona. Son a uno mismo.