El reloj inmóvil

Cada mañana, don Ernesto se sentaba frente al reloj del comedor. Le gustaba verlo avanzar, como si el tiempo aún lo obedeciera.

Un día, las agujas se detuvieron a las doce. Desde entonces, él también dejó de moverse. Saludaba a su esposa —muerta hacía veinte años—, preparaba café para sus hijos —ya adultos, viviendo lejos—, y esperaba la cena con una paciencia infinita.

Los demás lo miraban con tristeza. Pero para él, el reloj seguía marcando la hora exacta. La única en la que todavía todo existía.