La grieta invisible
Cuando el mundo se le vino abajo, no fue el estruendo lo que escuchó, sino un leve crujido: la grieta invisible que se abría bajo sus pasos. Creyó que caería solo. Pero entonces, una sombra se inclinó sobre el abismo y una mano —una mano que no exigía explicaciones ni contaba favores— se extendió hacia él.
No prometió salvarlo. No prometió comprenderlo. Solo permaneció.
Y en ese acto silencioso descubrió que la verdadera amistad no es un puente, sino alguien que decide sentarse contigo al borde del derrumbe hasta que vuelvas a recordar quién eres.