El último peldaño

El muro era más alto de lo que había imaginado, y el viento parecía empujarle hacia atrás con cada intento.
Llevaba horas fallando, manos sangrantes, rodillas temblorosas.
Podría rendirse, sí… pero entonces, ¿qué quedaría de él?
Inspiró hondo, sintió el peso del miedo y lo usó como impulso.
Cuando sus dedos tocaron el último peldaño, entendió que el verdadero desafío no era escalar el muro, sino no permitir que se quedara para siempre frente a él.

 La soledad del universo

El universo despertó, pero no abrió los ojos.
No los necesita.
Late en silencio, expandiéndose como un sueño que jamás termina.
En su centro —o en todas partes a la vez— una chispa se pregunta por qué existe.
Nosotros la llamamos pensamiento,
él la llama soledad.

El último sorbo

Cada noche juraba que sería la última.
Cada mañana despertaba con la sed intacta.
No bebía para disfrutar, sino para alimentar a la sombra que lo habitaba.
Un día, frente al espejo, descubrió que ya no era él quien sostenía el vaso… sino el vaso quien lo sostenía a él.

El pedestal

Construyó un pedestal tan alto para su ídolo que, al subirlo, dejó de verle el rostro.
Lo adoró a ciegas, ignorando que allí arriba ya no quedaba nadie.
Solo el eco de su fe, resonando en el vacío.

 La hoguera

Cuando el mundo empezó a enfriarse, cada aldeano trajo un trozo de leña para encender una gran hoguera común. Todos menos uno.

—Es mi única madera —dijo—. La guardaré por si empeora.

Y empeoró.

Esa noche, temblando, vio morir el fuego frente a sus ojos… mientras su leño intacto lo observaba desde un rincón, tan solo como él.

El susurro no dicho

Cada día la veía sentarse en el banco frente al suyo, siempre a la misma hora, siempre con el mismo libro abierto. Él ensayaba palabras en silencio, como un actor que jamás sube al escenario. Pasaron semanas. Un día, ella no vino. Al siguiente tampoco. Y entonces entendió que la timidez no lo había protegido, solo lo había dejado solo con todo lo que no se atrevió a decir.

Ceniza viva

Durante años, le miró cada día sin hablarle, alimentando en silencio una hoguera que solo ardía por dentro.
El otro no lo supo nunca.
Murió tranquilo, sin saber que alguien había consagrado su vida a odiarlo.
Y entonces, él también murió un poco. Porque el odio sin objeto no se apaga: se queda, como una ceniza viva que ya no quema al otro… sino a uno mismo.

Cenizas de un deseo

Ella le pidió amor,
él le ofreció fuego.
Ardieron.
Pero al amanecer, solo quedaron cenizas
en la cama y en los ojos.

—Nunca quise verte —susurró él,
mirando su propio reflejo.

Cuando ya no queda nada

Caminó sin rumbo, como si cada paso no fuera elección, sino arrastre.
Le dolían los pensamientos, le pesaban los párpados, y hasta el aire parecía demasiado denso.
Había dado todo: palabras, esfuerzos, lágrimas…
Pero el mundo no se detenía a preguntarle si aún quedaba algo de él.
Y ya no quedaba. Solo un cuerpo con forma de hombre, esperando que el silencio lo entendiera.

El mapa invisible

Desde niño soñó con recorrer el mundo. Guardaba mapas, señalaba rutas, memorizaba capitales. Pero la vida lo mantuvo siempre quieto, anclado en la misma calle, viendo pasar las estaciones desde la ventana.

Un día, al borde de la vejez, alguien le preguntó si se arrepentía de no haber viajado.
Él sonrió, y respondió:
—He viajado más que muchos. Cada libro fue un país. Cada conversación, una frontera. Cada amor, un idioma distinto.

Y al morir, no dejó pasaporte, pero sí un cuaderno lleno de sellos invisibles.

La huésped silenciosa

La tristeza no llegó de golpe.
Entró descalza, sin hacer ruido, y fue mudándose en los rincones. Primero apagó la música, luego cubrió los espejos, y al final se sentó en su pecho como si siempre hubiera vivido allí.
No gritaba, pero todo en la casa empezó a callar.

El caso número 47

El enfermo número 47 no encajaba en ningún manual.
Sus síntomas se contradecían, sus análisis eran normales, y sin embargo, se apagaba.
El corazón seguía latiendo, pero algo más se había retirado.
Los médicos probaban tratamientos con la precisión de un cirujano y la fe de un monje, pero él solo sonreía, débil, como si ya lo supiera todo.

Una noche, sin alarma ni estertor, se fue.
En su mesilla dejaron una nota:
"No me curaron porque no me preguntaron quién era."

El guardián de las historias

Dicen que hay un lugar donde viven los relatos que nunca fueron contados.
Allí, cada palabra suspendida busca un lector que nunca llega.
Un anciano sin nombre los cuida, los ordena, los relee en silencio.
Sabe que si olvida uno solo, el mundo perderá una posibilidad.
Porque hay relatos que no nacen para ser leídos,
sino para evitar que algo suceda.

El último escalón

Abrió la puerta del sótano sabiendo que no debía.
La oscuridad no era lo peor; lo peor era no recordar si él mismo la había cerrado la noche anterior.
Bajó un peldaño.
Algo crujió.
No abajo.
Detrás.

Juventud

El viento le azotaba el rostro, pero no importaba.
Subió al tren sin billete, sin mapa y sin miedo.
En su mochila, solo llevaba una libreta vacía.
Cada parada era un mundo, cada error, un maestro.
Nunca volvió a casa, porque entendió que la juventud no es una edad,
sino el instante en que decides no obedecer el guion.