El susurro no dicho

Cada día la veía sentarse en el banco frente al suyo, siempre a la misma hora, siempre con el mismo libro abierto. Él ensayaba palabras en silencio, como un actor que jamás sube al escenario. Pasaron semanas. Un día, ella no vino. Al siguiente tampoco. Y entonces entendió que la timidez no lo había protegido, solo lo había dejado solo con todo lo que no se atrevió a decir.

Ceniza viva

Durante años, le miró cada día sin hablarle, alimentando en silencio una hoguera que solo ardía por dentro.
El otro no lo supo nunca.
Murió tranquilo, sin saber que alguien había consagrado su vida a odiarlo.
Y entonces, él también murió un poco. Porque el odio sin objeto no se apaga: se queda, como una ceniza viva que ya no quema al otro… sino a uno mismo.

Cenizas de un deseo

Ella le pidió amor,
él le ofreció fuego.
Ardieron.
Pero al amanecer, solo quedaron cenizas
en la cama y en los ojos.

—Nunca quise verte —susurró él,
mirando su propio reflejo.

Cuando ya no queda nada

Caminó sin rumbo, como si cada paso no fuera elección, sino arrastre.
Le dolían los pensamientos, le pesaban los párpados, y hasta el aire parecía demasiado denso.
Había dado todo: palabras, esfuerzos, lágrimas…
Pero el mundo no se detenía a preguntarle si aún quedaba algo de él.
Y ya no quedaba. Solo un cuerpo con forma de hombre, esperando que el silencio lo entendiera.

El mapa invisible

Desde niño soñó con recorrer el mundo. Guardaba mapas, señalaba rutas, memorizaba capitales. Pero la vida lo mantuvo siempre quieto, anclado en la misma calle, viendo pasar las estaciones desde la ventana.

Un día, al borde de la vejez, alguien le preguntó si se arrepentía de no haber viajado.
Él sonrió, y respondió:
—He viajado más que muchos. Cada libro fue un país. Cada conversación, una frontera. Cada amor, un idioma distinto.

Y al morir, no dejó pasaporte, pero sí un cuaderno lleno de sellos invisibles.

La huésped silenciosa

La tristeza no llegó de golpe.
Entró descalza, sin hacer ruido, y fue mudándose en los rincones. Primero apagó la música, luego cubrió los espejos, y al final se sentó en su pecho como si siempre hubiera vivido allí.
No gritaba, pero todo en la casa empezó a callar.

El caso número 47

El enfermo número 47 no encajaba en ningún manual.
Sus síntomas se contradecían, sus análisis eran normales, y sin embargo, se apagaba.
El corazón seguía latiendo, pero algo más se había retirado.
Los médicos probaban tratamientos con la precisión de un cirujano y la fe de un monje, pero él solo sonreía, débil, como si ya lo supiera todo.

Una noche, sin alarma ni estertor, se fue.
En su mesilla dejaron una nota:
"No me curaron porque no me preguntaron quién era."

El guardián de las historias

Dicen que hay un lugar donde viven los relatos que nunca fueron contados.
Allí, cada palabra suspendida busca un lector que nunca llega.
Un anciano sin nombre los cuida, los ordena, los relee en silencio.
Sabe que si olvida uno solo, el mundo perderá una posibilidad.
Porque hay relatos que no nacen para ser leídos,
sino para evitar que algo suceda.

El último escalón

Abrió la puerta del sótano sabiendo que no debía.
La oscuridad no era lo peor; lo peor era no recordar si él mismo la había cerrado la noche anterior.
Bajó un peldaño.
Algo crujió.
No abajo.
Detrás.

Juventud

El viento le azotaba el rostro, pero no importaba.
Subió al tren sin billete, sin mapa y sin miedo.
En su mochila, solo llevaba una libreta vacía.
Cada parada era un mundo, cada error, un maestro.
Nunca volvió a casa, porque entendió que la juventud no es una edad,
sino el instante en que decides no obedecer el guion.

 El susurro

Estaba a punto de rendirse. La página en blanco se burlaba de él con su vacío perfecto. Cerró los ojos, resignado, cuando algo imperceptible le rozó el oído. No era voz ni pensamiento, sino un temblor leve, casi eléctrico, que le cruzó la nuca como un soplo antiguo. Abrió los ojos y, sin saber por qué, escribió la primera palabra. Luego otra. Luego todas. Nunca supo de dónde vino. Solo supo que no era suyo… y sin embargo, lo habitaba.

 La última caja

Cuando terminó de vaciar la casa de su abuela, quedó una sola caja en el altillo. Polvorienta, sellada con una cinta que decía: "No abrir hasta que no quede nada".

Dentro, encontró fotos suyas de niño que nunca había visto, cartas que él mismo había escrito y nunca enviado, y una nota en papel tembloroso: "Siempre supe que volverías a buscarte".

La sorpresa no fue el contenido, sino entender que alguien había esperado toda su vida para devolvérselo.

La caricia invisible

Le acariciaba la espalda cada noche sin que él lo supiera.
Dormía profundamente, ajeno al gesto.
No era pasión ni costumbre:
era una forma de recordarse a sí misma
que todavía sabía querer sin pedir nada a cambio.

Cuando el mundo dejó de hablar

El silencio no llegó de golpe, sino como una marea que se retira. Primero callaron los relojes, luego las voces, más tarde incluso el pensamiento. En la ciudad sin ruido, los gestos comenzaron a hablar con una claridad nueva. Fue entonces cuando entendieron: nunca habían escuchado tanto como ahora.

Pasión

Ardía.
No su piel, no su cuerpo.
Ardía una idea, un gesto, una presencia.
No era amor ni deseo. Era algo más antiguo. Algo que no pedía permiso.
Y aunque todo en su vida gritaba "detente", él avanzó, consumido por una llama que no buscaba luz, sino incendio.